Lo tenía todo para triunfar. Era bueno, muy bueno. Anotaba con facilidad, defendía como el que más. Tenía el descaro de los ganadores, y un excelso manejo del balón con las dos manos; resultaba imposible arrebatárselo. Físicamente, fue un adelantado a su época; rápido y ágil como pocos. Estaba llamado a ser leyenda, pero esa leyenda se convirtió en tragedia. Jamás llegaría a disputar un solo partido como profesional. No quiso hacerlo. Y cuando quiso, no le dejaron.
Forjado en los peores suburbios
Raymond Lewis nacía un 3 de septiembre de 1952 en Los Angeles, California. En realidad, decir Los Angeles es decir muy poco. Vio la luz, si se puede decir así, en el guetto de Watts, uno de los más conflictivos del Estado y donde, dicen, los negros dejaron de temer a los blancos. Lo cierto es que en Watts, cuando Ray apenas contaba con 12 años, se vivió una de las mayores protestas raciales que recuerda el país. Algo que, sin duda, ayudó a moldear su carácter de hierro.
Como muchos de los mejores deportistas de la época, fue en las calles donde se forjó. Cualquier asfalto se convertía en una cancha; un neumático y una cuerda eran suficientes para tener una canasta. Y así, jugando contra su hermano mayor primero y contra otros amigos después, descubrió en el baloncesto la mejor manera de evadirse de la pobre y complicada vida que le había tocado vivir.
En 1968 entró en el Instituto, en Verbum Dei, y tardó poco en llamar la atención. De su mano –y de la de su inseparable amigo Dwight Slaughter, padre del hoy jugador del Real Madrid- pasó de ser un pequeño colegio de negros y latinos, al más importante deportivamente hablando de toda la zona. Tres títulos consecutivos de la Federación Interescolar de California, un récord global de 84 a 4, y con Raymond Lewis brillando con luz propia: como junior y como senior fue nombrado mejor jugador del año.
Demasiadas tentaciones demasiado joven
Fue precisamente a partir de ese momento, de cuando más alto apuntaba Ray Lewis, cuando comenzaron las trabas, insalvables, a su carrera. Algunas, provocadas por sus propias decisiones; otras, externas. Porque pese a que ya figuraba en las primeras posiciones de las listas de ojeadores, no fueron muchas las universidades se interesaron por sus servicios. La razón aparente, sus bajos resultados académicos. En eso se escudó por ejemplo UCLA. Y no le faltaba razón.
Pero no es menos cierto que en un deporte estadounidense aún eminentemente racista, no era sencillo que un negro de un complicado suburbio fuera visto como una primera opción. Lo único que está claro es que hoy, más de cuatro décadas después de que sucediera todo, la historia de Ray tiene más sombras que luces. Probablemente para siempre.
Finalmente fue la pequeña Long Beach State, entonces comandada por Jerry Tarkanian, quien se hizo con su incorporación. Se dice que consiguió convencerle con un buen coche, algo totalmente ilegal en el baloncesto universitario. “Puedes coger los cinco mejores jugadores defensivos de la NBA, que no podrán parar a este chaval”, dijo de él Tarkanian. Ray aún no había pisado una cancha universitaria.
Pero sólo dos semanas después, Lewis rechazaba Long Beach y al hombre que más cuidado había puesto en él, y se marchaba a Los Angeles State. La razón, supuestamente, un coche aún mejor. “Yo adoraba a Tarkanian. Fue un hombre muy especial para mí. Me dolió rechazarle, pero la idea del dinero era la que ganaba por encima de todas, porque lo único que yo quería era salir de allí –de Watts- y creí que hacía lo mejor”. Son declaraciones de Lewis, recogidas en el magnífico reportaje de Gonzalo Vázquez sobre la figura del jugador.
Llegó a la Universidad, en 1971, y estalló. Ya en su primer año superó todos los records. Terminó con 38,9 puntos por partido de media. Un 60% de acierto en lanzamientos, espectacular teniendo en cuenta que apenas se acercaba a la pintura. Anotó 41 puntos en la histórica victoria ante UCLA, que llevaba 26 partidos sin perder. Anotó 50 puntos contra San Diego, y en el partido siguiente, 73 contra Santa Barbara. Se tiraba hasta las zapatillas, cierto; pero a diferencia de lo que suele suceder, lo hacía con motivo: 30 de 40 en tiros de campo. 13 tiros libres sin fallo. Y eso que todavía no existían los triples.
Para Lewis, el paso por la Universidad era un trámite. Prácticamente ni se divertía. Sólo quería pasar lo más rápido posible para llegar a su verdadero objetivo, lo único que le importaba, la NBA. Los elogios no dejaban de sucederse, lo que sin duda acrecentó su ego. Y tras dos años en Los Angeles State, decidió que ya era el momento de dar el salto a la mejor liga del planeta.
Elección inconcebible, respuesta inaceptable
En realidad, Lewis estaba más que preparado para la NBA. En palabras del propio Gonzalo Vázquez, era el mejor jugador de largo de aquel draft del 73, y probablemente ya era uno de los diez mejores jugadores del mundo. Pero Philadelphia no lo entendió así, y eligió a Doug Collins en la primera elección. Ni los Sixers, ni ninguna franquicia. Fueron pasando las elecciones, y no salía el nombre de Raymond Lewis. Hasta que le llegó el turno en el número 18. Iba a Philadelphia, gracias a su doble elección en primera ronda.
En realidad fue una buena posición. No se ajustaba a su potencial deportivo, pero no dejaba de ser una primera ronda. Por delante de jugadores como D’Antoni o Caldwell Jones. La mejor posición que jamás conseguiría un jugador aún universitario. Pero a Lewis no le gustó nada. Para él, el 18 era una deshonra. Y más aún, ser la segunda opción para los Sixers, que habían preferido un jugador al que Lewis consideraba muy inferior.
Así que no se lo pensó dos veces, y a la mañana siguiente, sin pegar ojo, se presentó en los despachos de la franquicia. Exigió renegociar de manera inmediata su contrato. Poco le importó haber cumplido el sueño de pasar a formar parte de la NBA. En su cabeza sólo estaba Doug Collins, y el número 18. Los directivos sixers alucinaron. No daban crédito. No podía ser que ese chaval recién llegado, estuviera exigiendo tanto en menos de 24 horas. Le dijeron que no. De manera muy diplomática, eso sí, emplazándole a futuras negociaciones.
Y entonces comenzó el Sixer Rookie Camp de verano. Como era de esperar, Raymond Lewis se salió. 52 puntos contra los Lakers, por ejemplo. En cada partido demostraba ser mejor que Collins, lo que terminó por molestar al número uno del draft, e incluso a su propio entrenador, que se mostraba demasiado conservador con su pupilo. Aquellas exhibiciones le sirvieron a Lewis para exigir de nuevo la renegociación. Esta vez Philadelphia se mostró más contundente en su respuesta, y más enojado en su negativa.
¿La respuesta de Ray? Pasar de todo. Comenzó a faltar a entrenamientos. Llegar tarde a veces, o irse antes en otras. De ahí le vendría el mote, que quedaría para siempre: ‘The Phantom’. La franquicia no aguantó más, y decidió suspenderle de empleo y sueldo durante todo el año. Lewis volvió a casa, al guetto, a la miseria. No iba a jugar con nadie aquel año.
En 1975 la llegada de Pat Williams al banquillo de los Sixers le abrió el camino de vuelta a Philadelphia. Pero Lewis seguía en sus trece. No iba a aceptar cualquier contrato. Poco le importaba haberse pasado un año en blanco. Así que el viaje fue de ida y vuelta. Llegó, pidió, le dijeron que no, y se volvió a marchar. Los Sixers le cortaron de manera definitiva.
Una última oportunidad determinante
Raymond Lewis volvió al guetto, y cayó sumido en la depresión. Se enganchó al alcohol y a las drogas. Se olvidó del baloncesto. Pero el baloncesto no se olvidó de él. DeJardin y Shue, sus primeros entrenadores –es un decir- en Philadelphia, comenzaban nuevo proyecto en San Diego Clippers, y pensaron que la calidad de Lewis aún podía ser útil. Así que decidieron invitarle al campus de verano.
Lo que allí sucedió fue delirante. Ray llegó en un estado de forma lejos del de años atrás. Junto a él, jugadores del calibre de W.B.Free, jugador NBA del 75 al 88; Randy Smith, MVP del All Star aquel año; o Freeman Williams. Lewis era superior a todos. Muy superior. En cuatro partidos se fue por encima de los cincuenta puntos. Nadie daba crédito a lo que estaban viendo. ¿De dónde había salido ese muchacho? Pocos eran conscientes de que aquel jugador en un estado físico poco envidiable hace no más de cinco años apuntaba número uno del Draft.
Pero la historia se repitió. Los Clippers le ofrecieron un contrato por el salario mínimo. Lo normal para un agente libre que jamás había jugado en la NBA. Pero Lewis consideró la cantidad un insulto. Pidió una renegociación, y la respuesta fue clara: adiós.
Nunca nadie más volvería a contar con él. Ningún equipo. Ni NBA, ni ABA, ni CBA. La nada. Incomprensible para uno de los mayores talentos que diera jamás el baloncesto. “Nunca vi a nadie jugar el uno contra uno como lo hacía él. Nunca vi a nadie que pudiera pararle ni detener sus penetraciones. Fue el mejor jugador de baloncesto que jamás haya visto”, escribiría en 2005 el prestigioso entrenador universitario Jerry Tarkanian en su libro Runnin Rebel.
No es de extrañar que, sin poderse demostrar jamás, se vinculara su caso con el de las famosas listas negras. No podía ser que un jugador de tanto potencial, uno de los mejores anotadores puros de todos los tiempos, por mucho carácter complicado que tuviera, fuera incapaz de encontrar equipo. A ello se refirió claramente el periodista Paul Feinberg:
“Tengo mis dudas de si existió esa lista o no. Pero de lo que no me cabe ni una sola duda es de que Ray Lewis fue vetado. Vetado por todos aquellos tipos con quienes se encontró y no hicieron justicia deportiva a su rendimiento, por todos aquellos entrenadores que le explotaron sabiendo que no le iban a ayudar lo más mínimo, por un equipo que le prohibió renegociar simplemente su contrato cuando el chico apenas contaba 19 años y ninguna formación real. Por todos aquellos que sabiendo que venía de un ghetto remoto actuaron de forma sucia y arrogante con él. Lewis sí tiene parte de responsabilidad en lo que le pasó, pero no toda”.
Es por eso que, hoy día, se está tratando de dar forma a un documental sobre la vida de Raymond Lewis, mediante el cual se pueda dar luz a toda su historia al completo.
Muerte paradójica
Domingo, 11 de febrero de 2001. En Washington se está disputando la gran fiesta del baloncesto americano, el All Star. A 4.000 kilómetros, en Watts, Raymond Lewis acaba de perder su batalla por sobrevivir a una terrible infección en la pierna derecha. No fue casualidad que todo sucediera el mismo día. Igual que no fue casualidad que nunca llegara a jugar en la NBA.
Murió a los 48 años de edad, rodeado tan solo de los suyos, completamente en el anonimato. Al día siguiente, toda la prensa deportiva del país rendía tributo al All Star, a la magia del baloncesto americano; nadie guardó ni un mísero rincón para la muerte de The Phantom. Probablemente, nadie se acordó de él.